El terremoto del 19 de septiembre de 2017, ocurrido en México, fue tan inesperado como también lo fue la respuesta de actores y agentes de cambio, particularmente en el municipio de Jojutla, en el estado de Morelos. A pesar de las vicisitudes, el alineamiento de líderes sociales, arquitectos responsables, dirigentes visionarios y la gestión de condiciones y técnicas disponibles, permitió construir una nueva esperanza en medio del caos, apuntalada en la fuerza transformadora de la arquitectura. Se trata de un caso interesante de liderazgo y eficiencia, trabajo en equipo y capacidad de respuesta a partir de arquitectura de calidad, duradera y en línea con su contexto social y climático que incluye las identidades culturales del sitio. En otras palabras, una arquitectura específica para un lugar específico en línea y en el tono con una discusión amplia de lo que puede ser hoy la cultura de la disciplina arquitectónica. Lo ocurrido no sólo situa a la arquitectura como punto de confluencia de muchas fuerzas y actores. También, en su especificidad y condición material, hace posible articular respuestas a largo plazo que estén más allá de lo urgente. En otras palabras, facilita la construcción del tejido social a partir de lo comunitario y lo compartido. Más de 2,600 viviendas quedaron destruidas en Jojutla. Casi todas sus infraestructuras públicas como colegios, plazas y la iglesia central quedaron convertidas en ruinas. La logística de diseño, gestión y construcción debía realizarse en un tiempo récord: menos de año y medio. Más de 20 actores estarían involucrados en la toma de decisiones, entre los que se encuentran el Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), el Instituto del Fondo Nacional de la Vivienda para los Trabajadores (INFONAVIT), gobierno municipal, estatal y federal, asociaciones civiles, organizaciones sin ánimo de lucro, grupos vecinales, diócesis e iglesia.
Consideramos que la iglesia debía responder a su carácter de edificio público antes que reforzar su carácter ceremonial. Sin que esta cualidad dejara de ser atendida, nuestro primer impulso fue pensar en el rol y la necesidad de articular y actuar sobre aquello que permite el encuentro. Sobre estos principios, nos remitimos a la tipología mexicana de la capilla abierta, particularmente a la que diseñó Félix Candela en Cuernavaca en 1959, obra heredera de una tradición centenaria. Para nosotros era importante establecer a la capilla como un lugar de fácil acceso, un simple umbráculo que permitiera el paso del aire, además de generar sombra y recogimiento. La capilla ocupa una planta de cruz simple, exactamente igual a una basílica donde el alzado, tanto para el altar como para los confesionarios, está regido y definido por curvas. En el caso del altar, un muro curvo de concreto a una altura de 1.80 metros contiene la ceremonia, mientras un plano inclinado admite que el reflejo del sol y el brillo del piso den un carácter lumínico agradable. Al mismo tiempo, cuando llueve, esta superficie adquiere una condición inmaterial, gracias al reflejo del agua que, al bajar, construye un espejo efímero del cielo. La sección también juega un rol importante en la definición del espacio. El espacio está determinado por un simple techo, apoyado en cuatro puntos y desplegado como un arco estructural de concreto a los cuatro costados. El plano base se va inclinando progresivamente desde el exterior hacia el interior, garantizando un recogimiento al desprenderse del exterior y, también, la posibilidad de operar el espacio como un auditorio. Esta relación construida por la sección es enfatizada por el manejo del material base y del cielo, sobre todo con el ladrillo aparente, formando una sensación de continuidad que busca no sólo integrar el espacio público a sus alrededores, sino también un aura de calidez.